En 2012, la directora argentina presentó su hipnótica “Leones”, un retrato generacional en clave de camino perdido por el que un grupo de jóvenes, sin aparente rumbo, parecía avanzar hacia la autodestrucción filosófica. Ahora, con “Si yo fuera el invierno mismo”, radicaliza su propuesta.
Su lenguaje se hace más críptico, su propósito artístico exige la cooperación constante del espectador, su atención sin desmayo, para poder intentar comprender los porqués y los cómos de la película. Cuatro personajes más un quinto que está, pero no está, se refugian con aspiraciones artísticas en el interior de una vieja casona. Hay películas que juegan con el tiempo, otras con el espacio, algunas con ambas realidades de manera simultánea; López, sin embargo, plantea jugar con el espacio, que se mantiene constante, a lo largo del tiempo fílmico, pero sin respetar la cronología; y lo que hace más radical y compleja la propuesta, simultaneando diferentes tiempos en un mismo espacio y en una misma escena.
Los nombres de Pizarnik, Bioy Casares, Mújica Laínez, Silvina Ocampo, se mezclan con los de Godard, Farocki, Mendieta y con las músicas de Vivaldi, Kate Bush, Era, Purcell o Julio Sosa. Películas como “La chinoise” ofrecen su revisión junto con “Fuego inextinguible” o “Transplante de barba”. ¿Por qué? ¿Qué propósito hay en López para hacer estos juegos y mezclas de artes y tiempos? Parecería que la directora asienta las bases de lo que podrían ser sus referentes culturales, o los de una parte de su generación, y les somete a una revisión intelectual y de corte filosófico-político, como si anhelara una vuelta a una juventud comprometida capaz de leer, comprender, y actuar siguiendo unos dictados ideológico-artísticos que parecen suprimidos del panorama intelectual del presente. Refilmar escenas míticas de las tres películas sería hacer un viaje en el tiempo para reconocer las raíces culturales sobre las que otros creadores han ido asomándose posteriormente al ámbito creativo (la presencia en el reparto de Martin Shanly, que es quien adopta la posición ideológica más clara dentro del grupo, tampoco parece casual si comparamos su discurso de ficción con su propia obra cinematográfica); que ello sea acertado o relevante ya es más discutible.
Y siendo éste uno de los dos ejes narrativos de la película, no es, para mi juicio, el más interesante, porque esa recreación no aportaría más que la idea del homenaje y no supera nunca a los originales. Es la presencia de Carmen (debut de la cantante Clara Trucco) y la “inexplicable” presencia del ausente Valentín (Rafael Federman) lo que proporciona el necesario giro argumental para que lo visual se convierta en un reto constante durante los 90 minutos de película. La escena inicial, con la ayuda esencial de la duda e intriga que proporciona la noche, ya produce ese extrañamiento necesario, ese descoloque del espectador que advierte que algo no cuadra en la relación de los artistas que filman y esa pareja de Carmen que aparece de manera intermitente por los mismos espacios que el resto y a la que nadie, salvo la mujer, presta atención. El espacio descuidado de esa vieja casona (perteneciente a la familia de Bioy Casares y en la que se intuyen los ecos de los relatos morelianos de uno de los grandes de las letras argentinas), parece haber vivido épocas de mucho más esplendor, lo mismo que ocurre con la relación Carmen-Valentín, que aparece y se desvanece, se aman y se odian, se juntan y “se desaparecen”.
Este es el núcleo psicológico de la película para el que la directora y guionista deja libre la interpretación. No dispondremos de herramientas suficientes para saber si todo es producto de una imaginación al borde del delirio por parte de Carmen, o es producto del recuerdo de experiencias vividas por la pareja en la misma casa en momentos anteriores. Esa pareja se ha roto, pero sigue compartiendo habitación en la casona, han llegado juntos en un coche aunque ese coche no llevaba a Valentín antes de detenerse, discuten y se reprochan la ruptura pero poco después se dejan llevar por la pasión. Los paseos de Carmen por la casa, desnuda o vestida, indiferente a las miradas del resto de compañeros con los que va a filmar la recreación de las escenas, parecen seguir el camino de un recuerdo de tiempos mejores y más estables. En el fondo es como si el personaje femenino estuviera en un lugar de manera física pero su cabeza se encontrara en otro tiempo y no fuera capaz de discernir entre ambos, mezclándolos en su cabeza, algo que aprovecha Jazmín López para mezclarlos en las imágenes, que se vuelven hipnóticas y crípticas por partes iguales con la ayuda fundamental de la labor de otro de los directores de fotografía en estado de gracia del panorama internacional, Rui Poças, de forma que, en ocasiones, imagen y palabra no corresponden con el momento del presente en que se filman porque uno, u otro, son ecos rebotados por las paredes de un espacio en el que, todavía, mora el fantasma.
Finalmente uno cree estar presenciando la fase de duelo amoroso, el eco de la ruptura en el que el dolor por lo perdido es todavía superior a la expectativa de comenzar de nuevo olvidándose del fracaso. El espacio no ayuda, el viaje que para Carmen podía suponer un incentivo para despejar la mente mediante un rodaje alternativo y rompedor, termina convirtiéndose en una obsesión, en un círculo vicioso en el que todo conduce a Valentín; desde una cena a la recogida de leña, desde una prenda que se comparte a un texto que se lee, desde una escena revolucionaria a una cama donde el sexo estuvo presente, y el signo de la infidelidad también. El manejo de la cámara por parte de López vuelve a sugerir las mismas sensaciones envolventes que en “Leones” al moverse centrífugamente en relación con sus personajes. Huida y reclusión en un espacio que conduce, necesariamente, como obsesión que es, a la repetición final. En sus últimos veinte minutos gran parte de las escenas iniciales se reelaboran, como las escenas de los clásicos del cine alternativo de los 60 y primeros 70 que se quieren rehacer, escenas donde el espectador atento irá apreciando ligeras variaciones, porque, en el fondo, no es una repetición en sí misma, sino una ideación mental de la protagonista a la que, para salir del círculo, sólo le queda una solución definitiva que le permita recuperar una normalidad doméstica aunque sea de manera anodina.
SI YO FUERA EL INVIERNO MISMO. Argentina. 2020. Dirección y guión: Jazmín López. Productora: Jazmín López. Fotografía: Rui Poças. Edición: Jazmín López. Intérpretes: Clara Trucco, Rafael Federman, Martín Shanly, Laila Maltz, Gianluca Zonzin. Compañías productoras: Oh My Gomez, Roberto Me Dejó. 91 minutos