El regreso de Jia Zhang-ke al mundo del documental supone un retroceso, un parón, o un respiro, nunca se saben las intenciones del artista, en su filmografía. «La ceniza es el blanco más puro» ya daba muestras de cierto agotamiento al huir de cualquier referencia comprometida, ahora, con un documental, la ineficacia se hace más evidente. No por ser mejor o peor realizada, más o menos interesante, demasiado localista y poco universal, sino por su calculada, y metódica, ausencia de riesgo. Riesgo al contar y riesgo en lo que se cuenta, ambos nulos. Zhang-ke ha sido lo sutilmente crítico con la evolución de su país como para, aparentemente, no molestar a la estructura dirigente, y captar la atención mundial por los evidentes mensajes de desacuerdo con su política mostrando las consecuencias personales de decisiones pensadas con el PIB en la mano. Las primeras imágenes de este documental filmado en la región natal del director, en concreto alrededor del crecimiento de la ciudad de Fenyang, muestran torsos heroicos y épicos, brazos extendidos, piernas en tensión, imágenes patrióticas de orgullo. No son personas las filmadas, se trata de un grupo escultórico en homenaje a los agricultores de la zona que hicieron de la comunidad un ejemplo de crecimiento y de rentabilidad, recuperando los terrenos y eliminando la salinidad de los mismos para producir excedentes de cosecha que permitían mejorar las infraestructuras locales.
Estas primeras imágenes nos invitan a pensar en una especie de homenaje patriótico, de exaltación del esfuerzo y de las ventajas del sistema chino que fomenta la noción de comunidad. Las críticas, si son procedentes, se circunscriben al periodo de la revolución cultural y las consecuencias personales y familiares; nada que vaya más allá de Mao es objeto de crítica o reproche, sin olvidar, eso sí, que durante la etapa Mao la ciudad asentó las bases de su crecimiento, por lo que si Mao se equivocó no lo hizo siempre y fue por culpa de otros. El esquema de la película, salvando esas imágenes iniciales ya comentadas y que anuncian un producto muy poco objetivo, parecería remitirse al de la demoledora «Dead Souls» de Wang Bing, pero cualquier espejismo de identidad tiene que ser borrado de nuestro recuerdo. Añadiendo textos recitados por personajes anónimos, habitantes de la ciudad y su radio de influencia (de los que procede el título de la película, ese «Nadando hasta que el mar vuelva a ser azul»), la primera parte de la película se centra en el testimonio oral de cuatro ancianos de la región que cuentan, acríticamente, y con un evidente orgullo personal y local, cómo esa ciudad creció de la nada a partir de la idea visionaria de Ma Feng, un líder propio que hizo prosperar la zona gracias a su plan de trabajo agrícola. Testimonios que reflejan en las personas lo que ese grupo escultórico hace para la posteridad, la genética propia y singular de la gente campesina de la zona que ha progresado hasta el modelo de ciudad del presente. El cómo lo hicieron, qué sintieron, cómo prosperaron, cómo ayudaron a otras zonas menos afortunadas en el cultivo se narra por los protagonistas sin ningún componente de resentimiento, como si aquel momento, tras sucesivas guerras con Japón y civil entre comunistas y nacionalistas, el hecho equivaliera a haber alcanzado una tierra prometida, un paraíso perdido, un Shangri-la desde el que se hubiera proyectado la riqueza y la prosperidad hacia el futuro sin mayores sufrimientos que los del trabajo físico.
Zhang-ke, progresivamente incorporado a la nomenclatura cultural de su región, dirigiendo festivales de cine y literarios, tras este panorama del pasado, cambia de protagonistas y de sector. Las referencias literarias que van recitándose obedecen a la introducción, tras un intervalo un tanto autocomplaciente y propagandístico de la importancia nacional del congreso literario local, de tres figuras de la narrativa surgidas en la ciudad y que aportan su experiencia vital en relación con ella y su pasado. Las autobiografías que Jia Pingwa, Yu Hua y Liang Hong van contando ante la pantalla mezclan el éxito artístico con la dureza de sus orígenes, la represión cultural en la época de Mao, el ostracismo y hasta la persecución familiar, el hambre y la necesidad, la pérdida y el sentimiento de ausencia provocado por la enfermedad y muerte, dificultades que serían superadas gracias a ese espíritu propio e imbatible de los habitantes de la región. El producto se transforma, así, en una sucesión de testimonios a cámara, punteados por esos pasajes literarios anonimamente leídos, que se hermanan con los de los ancianos en su planteamiento. El rostro, la mirada, parecen lo esencial. El entorno, la ciudad, apenas si son reflejados más que para aportar una visión de ciudad moderna y que funciona, mientras el campo continua siendo un lugar de disfrute ante enormes cosechas y camaradería fraternal en la que Zhang-ke peca de triunfalismo; mezclar la imagen de una familia entera segando a mano en pleno verano, como si ése fuera el alegre estado de las cosas en China, para poco después comprobar que la cosecha se hace con enormes máquinas no hace sino enturbiar el pensamiento y dirigirnos hacia lo que desde muchos minutos antes sospechamos, que en el trasfondo del director lo que hay es un elogio al presente del país, a su evolución y modernización ajena a cualquier saqueo a la naturaleza (¿dónde ha quedado esa mirada crítica de «Naturaleza muerta», o de «Historias de Shanghai» en las que era patente la devastación natural del país en aras de un crecimiento infinito?).
La película se va convirtiendo en un mero paso de minutos sin sentimiento de conjunto coordinado ni de propósito finalístico. Imágenes urbanas o campestres que se introducen, por qué si o por qué no es una incógnita, entre las confesiones personales, quizás para aligerar el tedio que va mermando el interés en una obra que parecía amagar con algún retrato de oposición y que se va transformando en un publireportaje literario sin sensación de querer reflejar el indudable sufrimiento colectivo que, tras esa reconstrucción de la nada, tuvieron que vivir los habitantes de la zona, por no hablar de la ausencia de autocrítica alguna hacia el momento presente. Si Zhang-ke quería mostrar cómo controla la escena cultural de su ciudad lo consigue, si quería comparar su labor con la de otros lugares al espectador se le escapa porque no hay referencia alguna, si quería transmitir cómo una ciudad de campesinos se convierte en un espacio para la cultura tampoco lo consigue, si quería hablar de tres generaciones de chinos y sus diferencias vitales, el esfuerzo resulta baldío e insuficiente. La película de Zhang-ke es tan vacía como su propósito.
China, 2020. Yi zhi you dao hai shui bian lan. Dirección: Jia Zhang-ke. Guion: Jia Zhang-ke, Wan Jiahuan. Producción: World Sales. Productora: Zhao Tao. Edición: Kong Jinlei. Fotografía: Yu Lik-wai. Dirección de sonido: Zhang Yang. Diseño de producción: Zhang Dong. Montaje: Kong Jinlei. Duración: 112 minutos. Festival de Berlín.