Es el cine de Kurosawa Kiyoshi una muestra absoluta de eclecticismo y de aprovechamiento hasta la apropiación personal de cualquier regla del cine de género. Si ya sus iniciales trabajos, muy cercanos al terror sobrenatural propio del cine asiático, dejaban entrever hilos narrativos alternativos que enriquecían la mera historia de sustos o muertes; su madurez como director le ha hecho acercarse a cine ausente de etiqueta preconcebida hasta el punto de que Kurosawa ya es un director con derecho propio para ser reivindicado como un cineasta absoluto que no renuncia a acudir, periódicamente, a sus orígenes más conocidos, como el «otaku» que ha abandonado Akihabara para vivir en Shinjuku pero que cada cierto tiempo necesita recuperar un espíritu más juvenil acercándose al barrio de sus orígenes. En la última década su cine ha aportado dosis tal de plenitud que en su filmografía se encuentran perlas del nivel de «Tokyo sonata», «Viaje hacia la orilla» o ésta «To the ends of the earth», lo que no ha impedido su vuelta al género en experiencias más o menos acertadas como su escala francesa con «Le secret de la chambre noir», o «Kuripi» y «Yocho» en Japón. En ese eclecticismo que caracteriza al cine de Kurosawa nada podría indicar que terminaría filmando una historia de crecimiento personal con protagonista procedente del «pop idol system» nipón y ambientada en Uzbekistán; y si todo lo que dicho de esta manera suena a peligro, a prototipo de cine «turístico» filmado por quien no sabe del país más que lo visto en documentales sobre la ruta de la seda, nada más lejos de lo realizado por el director, salvo para hacer crítica de ello.

D’A Film Festival 2020

El personaje de Yoko (Atsuko Maeda) es delineado perfectamente en la primera escena. Atendiendo a una llamada de teléfono entendemos que llega retrasada a algún sitio, rodeada de personas que hablan un idioma incomprensible y ante los que reacciona con evidente miedo, Yoko se monta en una vieja motocicleta que la lleva, con conductor incluido, a un lugar de rodaje a orillas de un inmenso lago en busca de un misterioso pez. A su llegada y reunión con el equipo japonés, parece que tan solo uno de sus compañeros y el guía-intérprete uzbeko se comportan de igual a igual con ella. Apartada, entristecida, cohibida, espera la orden del director. A la orden de acción Yoko se transforma en una persona vital, alegre, incansable, extrovertida, valiente; todo lo contrario de lo que sabemos que es. El programa es una falsedad y una basura, pero puestos a simular, al menos hay un momento para olvidarse de una misma. La simulación forma parte de su vida, como el miedo a la gente y su falta de confianza en los demás. Colocada en territorio desconocido sus fobias se multiplican y sus filias se convierten en dependencia enfermiza. Peleada con su familia, su única conexión con el mundo es su pareja que permanece en Tokyo, a la que incansablemente mensajea con la esperanza de una respuesta inmediata que le permita aguantar la soledad y la sensación íntima de rechazo. El rodaje del programa televisivo de viajes revela toda la hipocresía del turismo y la escasa atención a lo que se está viviendo hasta rozar el insulto cultural. El desinterés se evidencia cuando suena el «corten», momento en que Yoko deja de interpretar y vuelve a su mundo de miedos en el que un solo sueño ocupa su futuro, conseguir el trabajo deseado, cantar.

Dos pasos por detrás de sus compañeros masculinos, reticente ante los acercamientos del guía, objeto de machismo constante tanto en un mundo de herencia musulmana como entre los miembros del equipo para los que su opinión no cuenta, en el interior de Yoko hay una insatisfacción personal que trata de salir a flote para cambiar. Lo que intimida a Yoko ésta intenta eliminarlo sacando una mínima brizna de coraje, y Kurosawa va filmando escenas para mostrarlo, cada vez con mayor determinación y mejores consecuencias; la primera vez desde el arrojo personal de atreverse a montar en un autobús urbano en busca de un mercado aunque sin atreverse a sostener la mirada de ninguno de sus compañeros de viaje ni a pedir ayuda ante su evidente desorientación; hasta ese vagar angustioso mientras cae la noche en Samarcanda y cualquier contacto humano es sinónimo de rapto, violación, asesinato, en definitiva miedo. Pese a ese carácter apocado, Yoko no rehúye el riesgo, el atravesar una puerta sin saber si está permitido o no y adentrarse en un teatro decorado en estilo japonés (algo que posteriormente dará lugar a una bella historia por parte del guía) en el que el sueño, si no la figura del fantasma, se adueña de la presentadora para imaginarse cantando, por fín, como una profesional, aunque al ser descubierta su primera reacción sea la de la huida, como en la escena catártica, la definitiva, donde cámara en mano, filmando subjetivamente para la televisión, se olvida del mundo que la rodea y deja fluir ese yo íntimo y normalizado por los pasillos de un mercado absolutamente absorta, transformándose en protagonista de su presente armada de un objeto que le otorga la seguridad que en su vida cotidiana le falta, hasta que, al volverse a perder, sus reacciones vuelven a ser absurdas provocando su detención policial, un suceso que, de apariencia traumática y apocalíptica por lo que termina viendo en una televisión tras ser puesta en libertad, le descubre la verdadera naturaleza del ser humano, la de que, con uniforme o no, la respuesta natural del hombre es la de ayudar a otro en apuros.

Este pasaje policial-sentimental, en el que todo el mundo de Yoko parece derrumbarse hasta desaparecer el mínimo apoyo que la sostiene con vida en este mundo, Kurosawa lo filma con una naturalidad aplastante que a este espectador acongoja hasta la emoción. Es el personaje de Yoko un ser indefenso que trata de recuperarse de sí misma, que necesita mucha confianza para dar un paso y que ésta se esfuma ante la más mínima adversidad aparente, sea un tendero que no sabe decir en inglés el precio de una botella de agua o un policía que le pregunta qué hace en un lugar prohibido con una cámara de vídeo. Cuando Yoko comprende que todo el mundo está dispuesto a ayudar en los momentos difíciles una puerta, hasta ese momento desconocida, se abre ante ella, ya no será la última en las excursiones televisivas, ya no bajará la cabeza, ya no necesitará instrucciones estúpidas o poses delirantes de vedette televisiva en lugares insólitos. La búsqueda de los animales extraños que ha motivado la excursión al lago, se sustituye por la búsqueda de otro no menos mitológico en la montaña. En la cima, donde por primera vez llega la primera, consigue, por fín, a través de la metáfora del carnero comprado y dejado en libertad, que no es posible vivir con miedo permanente en este mundo, que ningún sueño es imposible salvo que no se intente siquiera realizarlo. En la cima de la montaña Yoko cantará su hermosa canción mientras el carnero blanco destaca entre el verde del paisaje. Cuando la pantalla va a negro Yoko ha crecido durante el viaje tanto como para ser la que realmente soñaba ser. Por el camino no han pasado experiencias reseñables, sólo ha necesitado comprobar la bondad y solidaridad humana para confiar en si misma.

TO THE ENDS OF THE EARTH. Japón, Catar, Uzbekistán. 2019. Título original: Tabi no owari, sekai no hajimari. Dirección y guion: Kiyoshi Kurosawa. Compañías productoras: Uzbekkino, King Records, Loaded Films, Tokyo Theatres K.K. Música: Yusuke Hayashi. Fotografía: Akiko Ashizawa. Montaje: Koichi Takahashi. Diseño de producción: Norifumi Ataka. Producción: Jason Gray, Eiko Mizuno, Toshikazu Nishigaya. Reparto: Atsuko Maeda, Shota Sometani, Tokio Emoto, Ryo Kase, Adiz Radjabov. Duración: 120 minutos.

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