No hay mayor acto de egoísmo que destrozar el planeta donde habitarán tus descendientes. No hay mayor acto de cinismo que contemplar la violencia que nos rodea sin pensar que vaya a afectarnos. Y no hay mayor lavado de conciencia colectiva que contemplar la injusticia sentado en una butaca.
Entrar en una sala de cine mientras miles de personas están muriendo en Gaza es una prueba más del cinismo que nos acompaña hoy en día. Como también lo es sufrir por la muerte de bebés en el mediterráneo mientras planeas tus vacaciones.

Ahí estamos los pijo-progres estableciendo paralelismos sobre la dirección de fotografía, debatiendo si el guión denuncia con suficiente claridad la política migratoria, la homofobia, el racismo o la desigualdad social mientras disfrutamos de un pincho de tortilla en los aledaños del Calderón, sabiendo que al terminar el día volveremos a nuestras habitaciones de hotel donde nos espera la ducha calentita que nos reconcilia con el capitalismo más atroz.
Puede que este año la SEMINCI no haya ido solo de cine, sino de la inacción del arte para construir conciencia social, o de la incapacidad de la crítica para transmitir la necesidad que originó el trabajo fílmico. Quizás nuestro trabajo sea el de aceptar que formamos parte de una cultura servil que no sirve a quienes quieren dar la batalla. O quizás haya sido la selección de las pelis de sección oficial, donde se ha apostado más por la expresión estética que por el trasfondo social. La sensación tras los créditos ha sido de una absoluta desconexión fílmica con la realidad, como si el cine de autor renunciara voluntariamente a despertarnos de un letargo intelectual acomodaticio.
He visto películas, sí.

Pero en este artículo no voy a hablar de ellas. Buscad los cientos de artículos que se han subido a internet y que demuestran la sabiduría cinéfila de quienes escriben. Yo me quedo este año con los comentarios de la gente a la salida del teatro, entre murmullos, creyéndose impostores entre tanto progre, y sin saber que la barba recortada no te inhibe del discurso heteronormativo.

Escucho, por ejemplo, la incomodidad de quienes salen después de haber visto una historia de amor entre dos hombres. Escucho también cómo se decide si ir o no a ver un peli en función de si quien la firma es una directora o un director. Se crean debates en torno al número de directoras que presentan su peli a concurso. Todavía se habla de la gran interpretación de tal o cual actor y solo de la belleza de tal o cual actriz. O cuando la miseria está tan bien narrada, o cuando no nos convence porque seguro que no todos los inmigrantes son buenos.

Laura Ferrés, directora de La Imatge Permanent recibiendo la Espiga de Oro

Debe ser por la edad, por hastío y porque a estas alturas, ya no me interesan tanto las referencias cinéfilas sino cómo podemos cambiar este puñetero mundo. Para mí el cine fue, es y será siempre herramienta para descubrir e interpretar la realidad en la que vivimos. Desgranar los matices que la vida impone a cada cual. Y entiendo que eso supone la responsabilidad de dejar un legado a futuras generaciones para que sitúen en un contexto particular lo que alguien intuyó como colectivo. El arte interpreta de un modo más o menos complejo, pero no ha de sucumbir solo a la pura estética. De otro modo se convierte en producto vacío y peligroso en manos de quien quiera manipularlo. Esta semana he sido testigo de la separación entre el arte y la sociedad. Pese a ello, quisiera destacar cuatro cintas con guiones increíbles. Historias complejas y bien construidas que, sin parecerme la leche, me han ayudado a comprender cómo podemos cambiar este puñetero mundo. La imatge permanent, Green border, All of us Strangers y El amor de Andrea.

Valeria Castro y Vetusta Morla. El amor de Andrea.

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