Absorta estuve durante todo el metraje de «El amor de Andrea». Reconozco que, después de la pequeña decepción, por su linealidad, con la anterior película de Manuel Martín Cuenca, La hija, este trabajo me ha cautivado por su sencillez, pero, además, por todas las capas que hay detrás de su historia. De hecho, ha sido una de las películas que he elegido dentro de mi top ten del pasado 2023.
Andrea, una adolescente de 15 años, ha tenido que madurar a marchas forzadas. La separación de sus padres y la desaparición de su vida de su progenitor han hecho que la joven tenga un carácter muy cerrado, y con una vida ausente de cariño. Ella quiere recuperar el amor de su padre, ese que tenía cuando vivían juntos. Sus hermanos Tomás y Fidel no tienen tantos recuerdos, por ello no tienen ese anhelo ni necesidad de la figura paterna. Ella intentará recuperar sus lazos de unión, aunque para ello tenga que levantar una tormenta en la casa.
Detrás de esa mirada de actriz novel, Lupe Mateo Barredo, que puede parecer tan neutra y lineal, se esconde un dolor, un querer saber y sentir mucho más allá de lo que lleva impuesto por su situación familiar.
Otras de las bazas a destacar de la cinta es la diferenciación que el director ha hecho con las secuencias con sonido ambiente y cuando introduce la música, siempre la música va para rebajar la tensión o, en ocasiones, donde la felicidad intenta asomar por alguna esquina. Una forma de enfatizar las situaciones y subrayar cada imagen con el sonido pertinente.
Su cámara está en constante movimiento en los exteriores, indagando en la evolución del personaje en el conjunto con el entorno, con las ubicaciones que reflejan parte de las situaciones y que por momentos son reiterativas como la propia vida. Por el contrario, en los interiores utiliza mucho más el plano fijo, captando multitud de detalles, o distante, ese que va perdiendo el foco para mostrar la lejanía entre el personaje y el espectador, o entre los protagonistas que dialogan, o al menos que lo intentan.
Sí tiene algo en común con su anterior trabajo, ahondar en los distintos tipos de familia, de afectividad dentro de las mismas y las complejidades que conlleva en la vida. Aquí plasma mucho más la búsqueda de la identidad de la protagonista por no encontrar respuestas a su falta de aprecio por sus progenitores.
Cabe diferenciar que esta última cinta de Manuel Martín Cuenca tiene varias distinciones con respecto al resto de su filmografía: firma el guion junto a Lola Mayo, habitual compañera de escritura de Javier Rebollo, y que la historia es natural y no llevada de ninguna obra ni historia de otro autor. Y ahí, en esa baza, se ve una clara sencillez de naturalidad por parte de ambos, sin estar sometidos a nada externo.
Podríamos decir incluso que es de las cintas con menos pompa del director, pero al mismo tiempo una de las más compactas y llena de matices, porque cada protagonista tiene las correspondientes aristas para que puedan encajar en otro personaje, y así sucesivamente para casi completar todo en un puzle, y digo casi por qué han dejado un final tan abierto como interpretativo de cara al espectador, de tan evidente que puede parecer, deja un claro océano de dudas que se ve entre el padre y la hija, y que el espectador debe descifrar o interpretar.
La película se podrá ver dentro del ciclo que la Fundación Sgae ofrecerá a partir del 20 de enero en la Sala Berlanga: Premios Goya 2024. La cinta está nominada en la categoría de Mejor canción original, compuesta por Álvaro Benito – Pignoise-, Vetusta Morla e interpretada por Valeria Castro. El propio director ha dirigido el videoclip: