Probablemente nadie que valore positivamente el cine de Kelly Reichardt pueda desilusionarse con su última obra, del mismo modo que será difícil que quien se sienta equidistante de sus propuestas pueda cambiar su opinión sobre su manera de filmar y su manera de contar. Hay tantas líneas de conexión con sus películas anteriores como fugas de concentración provocadas por sus decisiones formales y visuales. Reichardt puede encabezar ese listado exiguo de cineastas independientes de prestigio norteamericanos del presente, pero su cine contiene tanto desequilibrio entre aspectos positivos y negativos que mi balanza personal continúa estable, horizontal, sin inclinarse ni a favor ni en contra. Absurdamente neutra diría, cuando suelo ser bastante tajante en las opiniones, pero es que con Reichardt mi capacidad de entusiasmo empezó y terminó con “Old joy” y desde entonces, y antes, ha pasado mucho tiempo sin que pueda apreciar evolución o cambio, sus aciertos en el «tempo» y en la sensibilidad se mantienen, sus decepcionantes apuestas visuales (para mí) también. Su cine debió nacer perfecto desde “Meek,s Cutoff” y “Wendy & Lucy” y nada ha cambiado en su forma y en su contenido, y no hay peor aliciente que ver una película sin que exista una sola sorpresa por el solo hecho de conocer quién es la creadora.
No hay mujeres en “First cow”, lo que nos aleja del mundo depresivo y derrotista que pudimos ver en “Certain women” en clave feminista, pero la película empieza con paseo de una mujer y un perro, consciente o inconsciente homenaje a “Wendy & Lucy”; y continúa con un viaje por los bosques de un país en expansión que hermana el relato con el viaje de “Meek,s Cutoff”. Hay una relación de amistad emergente entre dos desconocidos que, en un mundo de hostilidad y violencia creciente, se hacen fuertes desde su propia fragilidad y en los que advertimos los rasgos de aquella otra amistad volatilizada de “Old joy”. También hay dos personas que pretenden aprovecharse del sistema para sacarle rédito personal, lo que emparenta a Cookie y King con los activistas medioambientales de “Night moves”, quienes en ambos casos terminan por sucumbir a la ambición de su propia propuesta, al erróneo cálculo de las consecuencias de sus actos y a su limitada capacidad para enfrentarse con los verdaderos poderes de nuestras sociedades. Hay en «First cow» un apoyo intencional en todo el cine precedente de la directora, como si precisara de un apoyo previo para despegar por si misma, pero en esa opción no deja de haber algo de forzamiento, un periplo autorreferencial apalancado para que sea demasiado evidente, demasiado expuesto, y que el seguidor de Reichardt se reconforte en el reconocimiento de sus anteriores películas.
Si el sur aparece como meta, San Francisco como el faro que deslumbra y atrae a los buscadores de fortuna del salvaje Oeste, debemos encontrarnos más al norte, en territorio de cazadores, en territorio sin sociedad organizada, en los bosques de Oregón o en la zona norte de California alejada de la meca del oro. Estamos en una región oscura, de densos bosques pero de almas envilecidas por la codicia y el poder de la violencia. Esa oscuridad moral hace que la película, como ocurría también con “Night moves” y con “Certain women”, comparta uno de los elementos estéticos más discutibles del cine de Reichardt, eso que ella, y la crítica, llama “iluminación natural” pero detrás de lo que no deja de existir una marca de fábrica, una obsesión legítima, pero igualmente criticable, por colocar al espectador en la imposibilidad de ver lo que ocurre en pantalla. Defendida como directora del “claroscuro” cinematográfico, más que presentarnos una disposición adecuada de las luces y las sombras para proporcionarle mayor expresividad, por lo que opta Reichardt es por la ausencia de luz que impide la definición de los contornos y los espacios. No se caiga en el error de manifestar que los dispositivos caseros permiten ampliar el brillo o la luminosidad para percibir lo que, de primeras, no se ve. Si las escenas nocturnas necesitan de un plus de iluminación que las diurnas no precisan respetemos la decisión de la directora y veamos la película como la directora la ha planificado. No disfruto con esa opción, sencillamente no consigo ver, como en cines no ví “Night moves” ni en pantalla casera pude ver “Certain women”, no es un problema del proyector ni del equipo de reproducción, es una opción de la directora que, personalmente, me expulsa de su cine. Si el cine es imagen, el cine de Reichardt es anti-imagen en sus prolongados paseos nocturnos. No hay claroscuros en el cine de la directora norteamericana, hay oscuridades intensas y menos intensas, no hay un foco de luz que concentre la atención en un punto determinado mientras el resto queda en penumbra (en el cine reciente recuerdo a Bilge Ceylan como un acertado ejemplo de esa opción), hay una apuesta por la oscuridad que nos sumerge en una tiniebla constante y que me desconecta durante gran parte de la proyección. Oír sin ver puede resultar agotador.
Relato de amistad capitalista en tiempos de la conquista del oeste, los dos buscadores de fortuna protagonistas se aprovechan de la habilidad culinaria de Cookie para, tras la llegada de la primera vaca al territorio, intentar hacer fortuna mediante la venta de galletas y pastelitos imposibles de encontrar en la nueva ciudad; algo para lo que, primero, hay que hurtar todas las noches la leche de la vaca propiedad del poderoso del condado. Más allá de la reiteración en el relato, que va conformándose como un “cuento de la lechera” en el que antes o después se romperá el cántaro, y que más que la creciente amistad, forjada por el interés recíproco, entre los dos hombres, viene determinada por la relación que se va estableciendo entre el cocinero y la vaca, la película viene definida por una arriesgada decisión de guión, una elipsis que podría decirse inversa, que bordea la genialidad y la catástrofe por partes iguales. La película comienza en el presente, con esa mujer y perro que pasean por el bosque. El perro descubre una calavera y la mujer continúa removiendo la tierra hasta que aparecen los esqueletos íntegros de dos cuerpos enterrados a muy poca profundidad. El salto hacia atrás nos coloca en otro bosque y a una persona buscando comida para un grupo de cazadores que se dirigen de vuelta a la ciudad recien fundada para vender las pieles obtenidas durante la campaña. Cuando poco después Cookie ayude a escapar a King cualquier atisbo de intriga, de tensión, desaparece del relato. Los dos esqueletos del principio de la película se relacionan de manera inmediata con las dos personas que se dedican, noche tras noche, a recoger leche ajena para hacer negocios propios.
El cine, y soy el primer defensor de esa idea, no es un mero contar historias. Tan importante, o más, es la creación de imágenes como lo que con ellas se quiere contar. Pero más allá de la forma, de las decisiones visuales de Reichardt, su cine es convencional en el sentido de que todas sus películas quieren contar algo, una historia, historias cruzadas, un personaje o varios, con toda la sutileza que se quiera y hasta con no poca sensibilidad, pero cuando se quiere, mal que pese, seguir el dictado aristotélico, eliminar de raíz el final desde la primera sucesión de escenas puede provocar un efecto pernicioso. Por la película circula el germen del capitalismo inherente a los Estados Unidos de Norteamérica, la idea de que cualquiera puede enriquecerse con su propio esfuerzo pero también la de que el poderoso no necesita de leyes ni tribunales para hacer justicia. Estamos ante un western moroso y lento, un western en el que prima la relación personal de dos hombres más que el despliegue de testosterona en forma de armas de fuego, un western en el que, al final, lo fundamental es la empatía con los héroes gracias a su debilidad y el desequilibrio de sus fuerzas frente al peligro, pero en el que todo intento de tensión o emoción queda dinamitado por el arriesgado giro inicial; cualquier empeño porque compartamos las ilusiones de los dos protagonistas está condenado al fracaso porque sabemos que su destino es el de yacer abandonados en medio del bosque. Su plan de ahorrar para llegar a San Francisco no puede engañarnos, como tampoco sus planes de comprar un hotel, porque antes o después su pequeña trampa será descubierta. Para todo esto Recihardt emplea dos horas en las que vuelve una y otra vez, dando círculos, al mismo relato, a la misma anécdota, cerrando cada vez más el círculo sobre los vendedores de bollos cuanta mayor es su codicia. A la lechera se le rompió el cántaro, a Cookie y a King se les rompió la rama de un árbol producto de su insistencia en el momento menos adecuado.
Título original: First Cow. Estados Unidos, 2019. Dirección: Kelly Reichardt. Guion: Jonathan Raymond, Kelly Reichardt. Compañía productora: Film Science. Fotografía: Christopher Blauvelt. Música: William Tyler. Montaje: Kelly Reichardt. Diseño de producción: Anthony Gasparro. Producción: Eli Bush, Neil Kopp, Louise Lovegrove, Scott Rudin, Vincent Savino, Anish Savjani. Reparto: John Magaro, Orion Lee, Toby Jones, Ewen Bremner, Scott Shepherd. Duración: 121 minutos.